El liberalismo es
la doctrina política que a lo largo de la historia ha planteado la supremacía
del individuo sobre lo colectivo. Es, por ello, la línea de pensamiento que
posibilita la existencia del hombre ético y, por ende, de la sociedad justa tal
como aquí se define. Esto es así por dar preeminencia a la libertad por encima
del resto de los valores cuando se produce un conflicto entre los mismos. Los
valores son comunes a todos los hombres, a todas las culturas, lo que cambia es
su combinación y la relevancia que cada cultura o individuo otorga a esos
valores. Por ello los hombres se entienden (pues comparten los mismos valores),
aunque difícilmente lleguen a acuerdos, pues la ordenación de los mismos
difiere. Así, la sociedad liberal no resuelve la tensión entre libertad e
igualdad, pues ambos valores son necesarios; simplemente subordina uno al otro,
ya que la igualdad también es necesaria para la libertad, pues cierto nivel de
desigualdad también podría ponerla en peligro. En sentido contrario, sólo en el
pensamiento utópico puede darse una situación que maximice los valores sin
contrapesarlos; así, es imposible una situación real en la que se de un máximo
de igualdad y libertad. No existen, pues, valores absolutos, sólo preeminentes.
La libertad individual genera diversidad y, a su vez, esta diversidad de
proyectos éticos, (de valores individuales) genera pluralidad. Una sociedad
liberal asume esa pluralidad hasta hacerla la esencia de su ser. La sociedad
liberal es una "sociedad abierta", en el sentido que le otorga K.
Popper, es decir, una sociedad que acepta la diversidad. Libertad de expresión: El debate público, la
libertad de expresión y la existencia de medios para publicar las distintas
ideas es esencial para la pervivencia de la democracia. Aquí la diversidad si
que es un valor: cuanto más representación de distintas ideas (opinión
publicada) más garantía de debate y mayor calidad democrática. En este sentido
internet, al minimizar al máximo el coste de oportunidad y de publicación es
una herramienta esencial para garantizar la oferta de opinión publicada. Es el
medio en su conjunto el que favorece la libertad, más que cada uno de sus
componentes, cada vez más cerrados en sí mismos. La
pluralidad no es un valor final (sólo sirve para las sociedades, no para los
individuos, ya que en éstos sería incoherencia o falta de identidad) sino un
valor formal; la pluralidad social no es más que la asunción de la diversidad
de proyectos individuales, cada uno portadores de valores finales. Por el
contrario, las sociedades cerradas lo son respecto a su pluralidad interna,
identificándose alguno de los valores finales con los que funcionan los
individuos como el esencial a nivel colectivo. Los individuos de una comunidad
pueden compartir la combinación de valores de esa comunidad. Cuanto más cerrada
sea la misma mayor convergencia en la combinación mostrarán sus miembros.
Imaginemos, naciones, religiones, sectas, etc. cada uno con un mayor nivel de
convergencia según sea mayor las obligaciones que comporta su acceso por parte
de sus miembros. Esa combinación fija de valores también se da en las
sociedades abiertas, aunque el valor preeminente es el pluralismo mismo, la
libertad; es decir, un valor formal y no final.
El pluralismo liberal
no es sinónimo de relativismo. No todas las combinaciones de valores que
revelan los proyectos éticos individuales tienen igual valor; no cabe, pues,
relativismo a la hora de juzgar los comportamientos individuales o colectivos.
Ahora bien, la diferencia entre relativismo y pluralismo radica en la relación
de poder, en la relación de imposición. Una sociedad (los individuos que la
componen)no deben ser relativistas en tanto no puede creer que todo proyecto de
vida vale por igual; ahora bien, una sociedad debe ser pluralista, en tanto
debe permitir a sus miembros que lleven a cabo su proyecto de vida, tenga éste
mayor o menor valor (siempre y cuando no atente contra la regla básica de no
cuestionar la libertad de los demás y no quiera imponer su visión del bien, su
valor preeminente a los demás)sin coaccionarlos mediante el poder político. El
estado tiene capacidad de imponer, de coaccionar, mientras que la sociedad
también puede imponer criterios, pero no tiene los mecanismos para asfixiar la
iniciativa del individuo, que siempre tiene vías de escape. El acuerdo entre
combinaciones de valores es imposible...pero en la sociedad no estamos
impelidos a compartir todo con todos, sino que podemos ejercer nuestro derecho
a la indeferencia, a la coexistencia sin más obligaciones que las de respetar
la libertad de los demás. La esencia de la tolerancia es esta: el respeto a las
diferentes combinaciones de valores no significa su comprensión o aprobación,
sino simplemente la no reclamación de su desaparición mediante poder coactivo
alguno, y si, en todo caso, mediante la discusión pública. La sociedad liberal,
pluralista, comporta el conflicto interno entre valores preeminentes, aunque al
tener los individuos o grupos cercenado su poder de coacción a terceros que no
comparten esa combinación de valores la convivencia es posible. Sólo en algunos
casos este conflicto interno aparece irresoluble, por ejemplo, en la discusión
del aborto, al debatirse no sobre valores, sino sobre el sujeto de los mismos
(si es un ser humano o no). En estos casos no cabe consenso sino el triunfo del
más fuerte (frente a la opinión pública) y la discusión puede llegar a ser tan
violenta como los que intervienen quieran que sea. Frente al pluralismo de las
sociedades abiertas, los totalitarismos buscan erradicar la disputa de valores
interna en la creencia de que la uniformidad hace a la comunidad más fuerte,
aunque esto no necesariamente sea así. El "choque de civilizaciones"
no es entre distintos valores, sino entre las sociedades que hacen de la
asunción de su pluralidad interna por parte de sus aparatos de coacción un
valor y aquellas sociedades que sofocan su pluralidad interna en favor de una
idea de bien que revela una combinación determinada de valores. La superioridad
de la sociedad abierta sobre la totalitaria radica en su formalismo,
posibilitador de la vivencia de la diversidad humana.
El pluralismo en las
sociedades abiertas es un hecho fáctico, pero también revela un valor en sí
mismo: la sociedad abierta existe porque existe diversidad, pero a su vez la
diversidad de posicionamientos permite un debate de ideas enriquecedor, fomentado
por la transparencia en la exposición de las posiciones. El debate público está
abierto a todo lo que hace referencia al ser humano, y así debe ser, asumiendo
la disparidad, el acuerdo, la crítica o la censura por parte de los
debatientes, siempre y cuando se haga con tolerancia que, como se ha dicho
anteriormente, se reduce a no exigir la intervención de un poder coactivo sobre
aquello que no gusta, siempre y cuando se respete la libertad de terceros. El
debate público es honesto cuando se contrastan posiciones de sujetos reflexivos
que presentan una posición sobre un tema que creen universal (es decir, que
responde a un criterio de verdad, no de mera opinión interesada) y, por ello,
compartible por los demás. Ahora bien, a la vez debe ser consciente de las
limitaciones de su idea de verdad.
Estas limitaciones refieren a la finita capacidad del entendimiento, a la
existencia de fallas en la percepción, a la falta de info rmación
y, también, a que la realidad puede transformarse a mayor velocidad que la
percepción individual de la misma. Es por ello que la pluralidad y su publicidad
es necesaria para enriquecernos, para mantenernos alerta como una de las
funcionalidades más de la competencia, en este caso de las ideas. La verdad no
es, pues, inmutable, pero un modo de pensar honesto debe creer que es
universalizable aunque siempre sometida al criterio de falsificación de Popper
(justificado por las limitaciones antes expuestas). La verdad es sólo relevante
políticamente cuando refiere a asuntos que obligan a acuerdos colectivos
vinculantes para el conjunto de los ciudadanos, y no opciones personales que no
coartan las opciones de los demás. En el debate público hay verdades fácticas
(universales) y combinaciones de valores (particulares). La racionalidad es el
camino para resolver la verdad fáctica (pues los individuos tienen una
capacidad racional que les permite llegar a acuerdos sobre la naturaleza de las
cosas más allá de sus circunstancias vitales), no así para discutir las
combinaciones de valores.
El racionalismo, el concepto de racionalidad liberal también difiere del decimonónico.
Así, el racionalismo no hace referencia a "una manera de ser", sino a
un medio (la racionalidad) para alcanzar metas vitales, sin convertirse el
racionalismo en un fin en sí mismo. La racionalidad como medio para conseguir
un fin pueden ser objeto de la moral, en tanto respete -o no- la libertad de
los demás, pero los medios son, sobre todo, objeto del análisis racional,
siéndolo más en tanto nos acercan a nuestros objetivos o fines y siéndolo menos
en tanto nos alejan de los mismos. Sin embargo, respecto a los fines sólo
podemos utilizar categorías morales: bien y mal. La racionalidad
pura como fin es cruel, pues tiende a cosificar al individuo. En general, cuando se habla de fines
racionales a lo que se suele aludir es a optar por alternativas que sean
"buenas para el individuo". La
racionalidad se relaciona con la capacidad de "distanciamiento", de
generar/pensar construcciones abstractas que permitan conocer mejor la realidad
y adaptarse/moldearla para conseguir los fines establecidos. La ciencia es el
paradigma de racionalidad, pero no es el único ámbito donde ese distanciamiento
se realiza. Un ejercicio de racionalidad que suele categorizarse como moral es
la racionalidad como empatía, como "ponerse en el lugar del otro".
Esta racionalidad es moral en tanto se emparenta con la finalidad que
posibilita, esta sí, moralmente positiva, como es la convivencia. Sin embargo,
dado este fin planteado, este ejercicio de racionalidad no se diferencia de
otros respecto a fines, pues muestra esa misma capacidad de pensar en
categorías abstractas, de distanciamiento, en este caso respecto a las propias
creencias.
Es el pensamiento
liberal el que da la clave de una gestión de las instituciones de la política
coherente con la justicia. Por ello promueve la responsabilidad individual y no
el paternalismo, porque entiende que sólo en la voluntad real del individuo
radica el valor del proyecto ético, que es la finalidad de la libertad y que
debería ser el valor preeminente del hombre. De manera coherente con su
definición, sus principios no surgen de ninguna inteligencia ni corpus cerrado,
sino que son fruto de la experiencia histórica de muchas generaciones, desde la
Atenas de Pericles pasando por la escolástica española. La esencia del
liberalismo político está en la defensa del postulado de la no coacción como
guía de la acción política. Dentro del espacio ideológico, el liberalismo no
sería un término medio entre conservadurismo y socialismo, pues como apuntaba
Mises, conservadurismo y socialismo son esencialmente "estatistas",
es decir, confían en el poder del estado para imponer su idea de bien sobre el
conjunto de la sociedad, mientras que el liberalismo es, esencialmente, no
estatista, pues acepta que la idea de bien es individual y que, por ello, la
primera norma de la política debería ser la aceptación del pluralismo en esa
idea del bien. A partir de aquí, y como apunta Spencer, se podría decir que
toda política que aumenta la coacción del estado sobre el individuo es
conservadora -en contraposición al liberalismo-, sea de izquierdas o de
derechas. El liberalismo asume que la esencia de la sociedad tiene que ver con
la iniciativa de las personas en el ámbito de lo privado, en el ámbito del
mercado, y que la política debe estar subordinada a la esfera creativa de la
individualidad. Ahora bien, el liberal no debe desatender la esfera pública,
justamente porque las tentaciones estatalistas deben controlarse permanentemente.
Una de las grandes
preguntas que se plantea el desarrollo de las ideas liberales es el porqué de
su fracaso a principios del siglo XX, cuando el siglo anterior hacia presagiar
su desarrollo en toda Europa. La explicación radicaría, quizás, más en el
pensamiento que en la economía, dado que el liberalismo era una ideología
reformista (mediante el método del ensayo y error) que mientras gestionaba la
realidad veía como se iban gestando ideologías de redención, como la comunista
que, animadas por la promesa de perfección de la ciencia, ponía ante los
hombres una imagen de felicidad plena (de un hombre nuevo), mejor y alcanzable,
demasiado atractiva para los miembros de una sociedad conflictiva y cambiante.
La democracia liberal,
en su doble vertiente, de respeto a las minorías para el no querer, para la
política del consenso (elemento garantista que permite defender el principio de
no coacción para hacer posible el individuo ético) y de voluntad de las
mayorías para la política del querer, es decir, sobre cual es la mejor manera
de gestionar esta sociedad –una vez salvaguardado el consenso respecto a la
política del no querer- se articula a partir de los conceptos clásicos de
responsabilidad y alternancia de las diferentes opciones que compiten –en el
sentido de mercado- por la clientela política. Constitución y ley responden, en
democracia, a esas dos funciones. La constitución suele marcar las reglas de
juego y los límites de la política del consenso, mientras que la ley es el
vehículo mediante el cual las mayorías marcan sus prioridades. La constitución
es una constricción, pero necesaria si queremos hacer realidad la libertad. En
este sentido, el derecho de las mayorías es siempre un derecho limitado, válido
únicamente dentro de unos límites. De manera consecuente, la subordinación de
la minoría a la mayoría en los ámbitos públicos, sólo tiene sentido en cuanto
sirve para garantizar la libertad individual y en tanto la asociación es
imprescindible para alcanzar los objetivos de los individuos. Tal como se
apuntaba, la gestión de la política, como delegación de la soberanía personal a
terceros para la toma de decisiones que afectan, necesariamente, al conjunto de
los individuos que componen una comunidad no voluntaria, precisa de un
mecanismo para elegir a esos delegados de la soberanía. La democracia es el
mejor de ellos, siempre y cuando su poder sea limitado. En la esencia de la
democracia está la representación, de manera que se hace posible la
introducción de cierta meritocracia: el pueblo no gobierna directamente, sino
que escoge a los mejores para defender sus intereses, de manera que democracia
y aristocracia (no necesariamente económica) se alían. En contra de ciertas tendencias hay que reivindicar
la importancia pedagógica de los líderes políticos y su ejemplaridad. Ello es
una necesidad para contrarrestar ciertas tendencias "plebeyistas" que
siempre existen en democracia. La representatividad obliga al
equilibrio de intereses, a la mediación, a la transacción y no a los triunfos
absolutos. La democracia directa, por el contrario, no permitiría la
transaccionalidad de las posiciones y haría más difícil aunar posturas y
gestionar el conflicto. No hace falta extenderse sobre las ventajas del sistema
democrático, que en el sistema de partidos introduce los mecanismos de la
competencia. Una de las críticas que se realiza a la democracia surge de una
concepción gerencial de la misma. Sin embargo, la política es esencialmente
vivencial y no responde a ningún plan preestablecido, razón por la cual no cabe
delegarla en especialistas; por una parte, por el valor de uso de la política,
es decir, que la política se vive, está inmersa en la variable tiempo y no es
algo que mente humana pueda planificar y, por otra parte por la diversidad
social existente que hace que la política sea un mínimo común de convivencia.
Todo ello apunta a la imposibilidad de la ingeniería social, la imposibilidad
de ese historicismo que critican liberales como Popper o Hayek. Finalmente, en
democracia, al ser más los que juzgan es más difícil la colusión de intereses
que puedan poner el poder al servicio de un colectivo concreto. En este sentido
podemos analizar el porqué de la participación de los ciudadanos en la
política: intereses, ideologías…lo esencial es el carácter representativo de la
democracia liberal, lo que permite llegar a acuerdos globales y no a
discusiones temáticas, a valorar órdenes de prioridades más que batallar por cada
una de las proposiciones existentes. La diversidad entre individuos hace
preciso la salvaguarda de la libertad y, por ello, de la democracia. Una
política liberal incluiría algunos principios básicos –como voluntad, más allá
de cierta graduación que introduciría la política del poder- cómo: limitación
del poder coactivo del Estado, defensa de la economía de mercado y la libertad
de comercio, libre circulación de personas, capitales y bienes, sistema
monetario rígido, establecimiento de un Estado de Derecho, limitación del poder
del Gobierno al mínimo necesario para definir y defender adecuadamente el
derecho a la vida y a la propiedad privada,
a la posesión pacíficamente adquirida, y al cumplimiento de las promesas y
contratos, limitación y control del gasto público, establecimiento de un
sistema estricto de separación de poderes políticos, utilización de
procedimientos democráticos para elegir a los gobernantes y establecimiento de
un orden mundial basado en la paz y en el libre comercio voluntario. Respecto a
la política del querer necesariamente modula la pureza de los principios antes
citados según la máxima antes citada de inspiración hayektiana según la cual la
política de la voluntad puede jugar a ampliar, siempre que no deje de servir (o
ponga en peligro con su acción) estos mínimos comunes liberales. Ampliando la
idea de ese punto de equilibrio de Hayek entre la libertad y la igualdad (dos
valores que son contradictorios), esa tensión de resolución siempre precaria
tiene su correlato social. Así, las llamadas "clases medias" son un
punto medio entre los dos conceptos, pues para desarrollarse necesitan, en
cierta manera, de igualdad y de libertad; son suficientemente autónomas para
valorar la libertad (tienen "algo que perder"), pero, a su vez, no podrían
sobrevivir sin cierta participación en los bienes colectivos. Fortalecer a
aquellos que tienen "algo que perder" (si fallan las estructuras
estatales, pero también si éstas ocupan todo el espacio social) a la hora de
diseñar las políticas públicas es una buena manera de fortalecer la democracia
liberal. Esas clases medias se pueden definir, en un lenguaje más liberal, como
aquellas personas que reciben sus rentas de la economía productiva (no son
rentistas, ni funcionarios) y están sujetos a la movilidad social (ascendente o
descendente); siendo así, harán del trabajo (propio) el centro de su vida,
poniendo en su justo sitio (es decir, secundario) la política y la vida
pública. Este es nuestro modelo moral aplicado a la política. Una sociedad donde prevalezca la moral de las clases
medias no niega los extremos de las grandes pasiones -intelectuales, políticas
o morales-, sino que las limitan haciendo de éstas actitudes minoritarias e
individuales. La moral "pequeño burguesa" es poco atractiva a nivel individual,
pero imprescindible a nivel social. Por ello debe
defenderse desde los principios, no únicamente desde la eficiencia económica.
Esta línea de pensamiento, para responder a las exigencias de los tiempos, debe
readaptarse constantemente.
La política como
sustitución del proyecto ético, la política que no está basada en el pluralismo
de éticas está abocada a convertirse en totalitarismo,
en política de la utopía no pluralista: una utopía estática que se define
porque todo problema tiene una única solución, todas las soluciones son
compatibles entre ellas y alcanzables mediante el conocimiento verdadero, aquél
con una sola idea de lo que es bueno para todos. Así pues, la dificultad a la
hora de discernir la naturaleza totalitaria de un régimen reside en que no
necesariamente se plantea una finalidad negativa (las buenas intenciones no son
garantía de buenos resultados…al contrario, dificulta anticipar con suficiente
claridad los malos resultados), lo que nos puede hacer olvidar que la esencia
de un buen sistema es, justamente, su carácter pluralista, no la mejor o peor
intención -u objetivos- de sus dirigentes. Así, ningún totalitarismo reniega de
la libertad, simplemente la objetiva, de manera que la "verdadera"
libertad seria aquella que postula su ideología. En este sentido es pertinente
recordar que no existen buenos sistemas degenerados por malas personas sino al
revés: el buen sistema es aquél que responde cuando las personas fallan. Si un
sistema no es capaz de su propia regeneración no es un buen sistema.
Existen diferentes
versiones u orígenes del totalitarismo: el totalitarismo decimonónico está
muy ligado al mito romántico del individuo como creador, como héroe, pero
traspasado del mundo de la ética y del arte -que es el propio del mito
romántico- al mundo de la política. Cuando esto ocurre se genera la imagen del
líder carismático que acaba perpetrando, paradójicamente, el sacrificio de
individuos en nombre de un supremo individualismo.
Más sutil es el
totalitarismo de ideología marxista-freudiana. Según este los individuos bajo
el sistema capitalista son seres alienados, ignorantes de su verdadera
naturaleza y, por ello, incapaces de discernir entre lo que es bueno y lo que
les perjudica. Sólo unos pocos, aquellos que no sucumben a los cantos de sirena
del sistema, pueden sacarlos de la caverna platónica...incluso contra su propia
voluntad, una voluntad que está, y hay que recordarlo, falseada. "El Fürer y sólo él es quien conoce el
verdadero pasado de Alemania y su futuro". Sólo desde una coartada de este
tipo puede entenderse esta frase de Heidegger, más propias de un supersticioso
que de un filósofo. La coartada de este pensamiento está la concepción de
libertad interior propia de los filósofos estoicistas y, más modernamente, en
el racionalismo kantiano que, haciendo posible que la acción sea fruto de la
parte no racional del ser -en contraposición con una acción racional- crea la
idea de alienación y, con ello, la posibilidad de aparecer
"exorcistas" de la misma que sepan lo que verdaderamente los demás
quieren.
Otra forma de
totalitarismo, en este caso democrático, sería aquél que impone la igualdad
absoluta entre los individuos, independientemente de su aportación a la
sociedad. Este es uno de los peligros que ha generado la democracia en su
versión más radical, aquella que va más allá de un mecanismo para decidir la
estructura de poder a favor de un mecanismo para planificar la vida de los individuos
en su totalidad. En esa democracia igualitarista los esfuerzos sociales tienen
como objetivo coartar a los individuos más valiosos; no es un esfuerzo creativo
sino destructivo, cuyo objetivo es asegurar de esta manera un igualitarismo que
no existe en la realidad. La política no sujeta a un orden liberal, sino
totalitario podría ahogar la iniciativa expansiva del ser humano del mercado.
La tendencia igualitaria era un peligro que ya Aristóteles denunciaba para que
una democracia degenerara en demagogia. La demagogia conlleva siempre un mayor
poder del estado y del principio redistributivo sobre el principio de creación
de riqueza. La degeneración totalitaria de la democracia se da allá donde las
mayorías han pasado de ser soberanas a monarcas, es decir, donde no están
sujetas a ley. La única manera de controlar esta tendencia es la limitación del
campo de actuación del poder político, pues siempre el poder responderá a la
mayoría en una sociedad democrática. Esta tendencia al igualitarismo es milenaria.
Se debe
diferenciar entre totalitarismos y dictaduras. Los totalitarismos son aquellos
regímenes que aspiran a un control total de todas las facetas del ser humano en
sociedad y no sólo a la propia de la política. Regímenes totalitarios en el
siglo XX han sido, básicamente, el nazismo, el comunismo y sus derivados. Son
aquellos regímenes que han teorizado la búsqueda de un "hombre
nuevo", de manera que han dictado una política concreta, pero también una
economía, una ética, una moral y hasta una estética para ese hombre nuevo. Por
contra, las dictaduras son regímenes que se ciñen al control político de una
sociedad. Así pues, la distinción es cualitativa y no meramente cuantitativa:
un totalitarismo no es una dictadura cruel. La dictadura, al no tener la
cuartada ideológica del totalitarismo, tiene más dificultades para legitimarse,
razón por la cual siempre tendrá que vestir su poder a partir de conceptos
propios de la democracia; de esta manera no habrá elecciones libres, pero si
plebiscitos para mantener la imagen de poder legitimado por el pueblo. Como apunta
Junger, en un plebiscito lo que legitima al poder no es la mayoría, sino la
existencia de una minoría exigua: ese pequeño porcentaje que vota
"no" legitima y justifica a la dictadura: la legitima en tanto
demuestra que la disidencia y la justifica en tanto que sigue existiendo una
parte de la sociedad que es contraria al propio régimen y que, por lo tanto, su
función "salvadora" es todavía necesaria. Esa parte contraria a la dictadura,
que es siempre una exigua minoría, es el motor de la sociedad, mientras que en
la democracia el motor es la mayoría. Frente a un poder totalitario de una
minoría es otra minoría la que puede responder.